La estación
Victoria Furtado
Estar en una lengua
Uno de los fundadores de la sociología del lenguaje, Joshua Fishman, dice que la lengua materna es un aspecto del alma. Como lingüista formada en esa tradición, siempre encontré en esa frase una invitación y un mandato: no olvidarme que se trata de personas, de vidas, de almas, no solo de lenguas. Fishman pensó las dinámicas sociales del lenguaje desde su comunidad y su lengua minoritaria, el yiddish. Buena parte de su vida trabajó en Nueva York. Muchas de las que continuaron su legado también lo hicieron desde esta ciudad, la más lingüísticamente diversa del mundo, pero su trabajo se centra en el español. Una de ellas es Ofelia García, investigadora que desarrolló su carrera desde la universidad pública de la ciudad (CUNY) y mantiene hasta hoy un fuerte compromiso con las comunidades hispanohablantes y con la educación en contextos multilingües. Gracias a ella, entre otras, hoy conocemos mejor la historia del español en el territorio que hoy se llama Estados Unidos y entendemos los múltiples y complejos modos en que es parte de la vida cotidiana del país y la ciudad. Sabemos, por ejemplo, que el español no es una lengua extranjera ni minoritaria. Como dice García, si se tiene en cuenta el número de hispanohablantes, combinado con los latinos de segunda y tercera generación, en Estados Unidos el español no es solo una lengua de herencia, sino una que se habla cotidianamente, a la par del inglés, por millones de personas.
Una de las primeras cosas que hice al llegar a Nueva York, en 2019, fue ir a la presentación del libro Native Country of the Heart, de Cherríe Moraga, que acababa de publicarse. El memoir es un camino de regreso de Moraga a esa tierra que fue la de su madre, México. La historia de su madre, como la de su pueblo, es la de una diáspora que ha perdido la memoria, la tierra y la lengua. El libro intenta ir a contrapelo del tiempo para combatir esos olvidos, porque como sabemos desde Esta Puente, Mi Espalda, Cherríe escribe para conjurar las pérdidas. Entonces ahí estaba yo, recién llegada, escuchando las palabras de esta mujer sabia, admirada, que decía “hay que volver al hogar”. Pero yo más bien andaba con ganas de irme, o de quedarme un tiempo acá. Pocos días después, entré a un café cualquiera. Antes de que yo dijera nada, el señor que atendía en el mostrador me habló en español. “¡Hola, señorita!”, dijo, y me sentí como en casa. Yo nunca había estado en ese café antes e iría a México recién meses después, así que el acento me resultaba reconocible pero no necesariamente familiar. Sin embargo, escucharlo fue una caricia al alma. Hay que volver al hogar, dice Cherríe Moraga. ¿Puede el hogar ser una lengua?
Revisando las últimas estadísticas oficiales sobre el español aprendí que es el idioma diferente del inglés más hablado en los hogares estadounidenses y también en la ciudad de Nueva York, donde hay casi dos millones de hablantes. Aunque, claro, esas mismas estadísticas dicen que la población de origen hispano de la ciudad es la más pobre y la de nivel educativo más bajo. Esto es relevante porque el lugar social de las lenguas siempre está relacionado con el de sus hablantes. Lo anterior repercute además en las decisiones que toman las familias acerca de la transmisión o no de la lengua a las siguientes generaciones. En cualquier caso, los datos confirman mi experiencia y la de las personas de mi entorno: viviendo aquí casi nunca usamos el inglés, pero nuestro español no para de diversificarse. Así que ahora tengo amigas que me dicen “chiquilina” y yo les respondo que cuándo vamos a “parchar”.
Contar con estos datos es relevante porque nos permite hacernos una idea de cómo está compuesta la sociedad y en qué lenguas viven y crean comunidad quienes habitan un territorio. Sin embargo, el uso de los datos no siempre me resulta tranquilizador. Por un lado, porque no me convence el el argumento de la fuerza, de la magnitud, para defender el lugar social de una lengua y el respeto a sus hablantes. La lógica de las mayorías y las minorías es la misma que nos excluyó antes de otros lugares y sabemos que no es con las herramientas del amo que se desarma la casa del amo. Tampoco me seduce la lógica de mercado que ve en esos millones de hablantes compradores de libros, diccionarios, manuales de gramática y toda la parafernalia de la lengua como norma o como estatus. Mucho menos quiero sumarme a una reivindicación del español que no reconozca que es una lengua colonial que se expandió a costa de la desaparición de otras. Y este “otras” refiere a lenguas, pero lo que en realidad desaparece con los procesos históricos y contemporáneos de colonización y despojo son les hablantes, sus comunidades y su cultura toda.
En su último libro, Tríptico del silencio, Brigitte Vasallo se pregunta y nos pregunta qué es una lengua materna, si es la que se recibe o la que se transmite, si es una lengua madre o una lengua hija. Ante esas preguntas, y las circunstancias que la llevaron a formularlas, ella decide no elegir y adopta, para sí y para su texto, las formas vernáculas de las distintas lenguas que la atraviesan. Pienso que quizás parte de la respuesta a sus preguntas está precisamente en ese gesto doble: el de reconocer como propias varias lenguas y el de adoptar como modo de establecer una relación de filiación con ellas. Y es que las lenguas también se eligen y se adoptan. En mi caso, entre mis varias lenguas -incluyendo aquellas que considero mías pero que no hablo porque dejaron de transmitirse como consecuencia de la asimilación cultural de las poblaciones migrantes del Río de la Plata- el español es la que, aquí y ahora, me hace sentir en casa y con lxs míxs. Me conecta con y construye una comunidad con la que comparto historia, alegrías, dolores. No diría que quien soy, de hecho ser hispanohablante no era un rasgo relevante de mi identidad hasta que llegué aquí y pierde ese carácter ni bien me alejo un poco. Es sencillamente un lugar en el que elijo estar, un modo de habitar un mundo, un espacio donde encontrarme con otres. En definitiva, un hogar.
No quiero ser ingenua con la metáfora del hogar. Sé que para nosotras, las mujeres, las disidentes del patriarcado, el hogar puede ser un lugar de mandatos y violencias. Pero sé también que lo que hacemos juntas es construir permanentemente comunidades otras que puedan ser hogar. Hay que volver al hogar, dice Cherríe Moraga, y le creo. Sin embargo, desde esa tarde en 2019 en la que solo buscaba comprarme un café, no dejo de pensar que mi hogar es mi lengua heredada y también elegida. Las palabras de otra mujer, feminista, chicana y amiga de Moraga, me ayudan a dar sentido a esta idea. En How to Tame a Wild Tongue, Gloria Anzaldúa llama “my home tongues” a las distintas lenguas y variedades que usa para hablar con sus hermanxs, con sus amigas. Dice también que para algunas de nosotras la lengua es un hogar más cercano que el sur. Anzaldúa en realidad dice “suroeste”, pensando en México, pero lo amplío, porque hoy somos muchos los sures del norte.