Rita Indiana

El recetario*





Encontró a Rudy escribiendo. Se había duchado y afeitado la cabeza y estaba envuelto en una sábana como un padre del desierto. La mesa, que solía estar llena de botellas vacías, colillas, restos de comida y líquidos derramados, estaba limpia y en lugar de basura había una antología de Marlowe, El cerco de Numancia, de Cervantes, y las obras completas de Sófocles. Por las ventanas corredizas del balcón entraba la luz de un día nublado en la que una bandada de golondrinas hacía y deshacía formas. El Grosso Mogul, de Vivaldi, sonaba en el equipo de música. La letra grande y dispareja de Rudy llenaba las hojas de una libreta de recetas médicas. Era una libreta verde en cuyo borde superior aparecía impreso: «Dra. Niurka Luna Psiquiatra». Niurka se la había dejado en la mesita de la cocina junto con un bolígrafo y una bolsa con pan, café y cigarrillos.

Asmodeo se dejó caer en el interior de su caballo como en una cama acolchada. Al ver la libreta de recetas, pensó que quizás podían falsificar la firma de Niurka y comprar unas dexedrinas, algo para animar el día. Rudy arrancó la hoja en la que estaba trabajando, como si la llegada del demonio hubiera estropeado su concentración, y la encestó en el zafacón hecha una bola; llevaba seis años sin componer y Asmodeo, que imaginaba burlón las rimas obtusas y faltas de inspiración que sin él escribía su caballo, se asomó a la libreta y leyó.

I

Una máquina empuja una montaña de basura. Es un vertedero por el que fluyen ríos de agua negra. La luz dorada del atardecer ilumina una colina de desechos sobre la que hay un buzo, un hombre viejo de ropas sucias y raídas que rebusca a cuatro patas en la basura.

El Buzo:

    En la podrida llanura
    la noche está por caer
    sin ya más nada que oler
    el sol se hunde en la basura
    en la que escarbo la cura
    para un hoyo siempre abierto
    a la espera del cubierto
    que ensarta la proteína
    carne que siempre termina
    fétida inundando el viento.

    ¿Dónde estás que no te veo
    hedionda fortuna mía?
    He trabajado to el día
    en este fatal buceo
    océano de lo feo
    bríndame una pobre perla
    para salir a venderla
    en el mundo de los vivos
    que engordan a sus amigos
    para su sangre beberla.

El Buzo encuentra, medio sepultado en desechos, un cadáver con un cuchillo clavado.

    ¡Ay, mi madre, aquí han dejado
    una obra sin cabeza!
    Lleva incrustada la pieza
    con que su autor la ha creado
    después que ha decapitado
    la pluma fuente asesina
    mojarse en la tinta china
    de cruel tintero ha querido
    es un sádico cupido
    que firma con letra fina.

El Buzo arranca el cuchillo al cadáver y le da vueltas para contemplarlo admirado.

    ¡Qué buena suerte he tenido!
    Ya me pensaba salao
    porque mira que he buscao
    y nada había conseguido
    estoy medio distraído
    pero ahora vamo al mambo
    que este es un cuchillo Rambo
    nuevecito y de cajeta
    pa cuando la vaina aprieta
    y hay que enterrarlo volando.

    ¿A quién lo habré de ofrecer?
    ¿Quién valorará esta pieza?
    ¿A quién harán con él presa?
    ¿En dónde lo habrán de meter?
    Quien lo enfrente ha de temer
    inminente degollina
    es mejor ser la gallina
    que el gallo cuando este filo
    quiera hilvanarse cual hilo
    en el ojal de una espina.

El Buzo baja el cuchillo y con la cabeza gacha mira el cadáver; con la otra mano le revisa los bolsillos. Aprieta el cuchillo contra su pecho, impresionado ante la crueldad del crimen.

    Y para esta criatura
    tumba de plástico chino
    cementerio clandestino
    donde podrida inaugura
    nueva vida en la negrura
    de ácidas aguas negras
    que disuelven, desintegran
    hasta el tuétano del alma
    sarnosa forma esta calma
    ni los gusanos se alegran.

    ¿Qué deuda pagas así,
    paloma descabezada,
    que tanta gana la espada
    tenía guardá para ti?

El Buzo vomita y se limpia la boca. Sigue hablándole al cadáver. Se pone de pie y mira hacia el horizonte: el sol termina de meterse.

    El vómito sale de mí
    no por tu aspecto presente
    sino por lo que en la mente
    de tu asesino habitaba
    región que regurgitaba
    asqueroso residente.

    Hay más basura allá afuera
    que en este gran vertedero
    aquí es visible el reguero
    allá lo sucio es escuela
    hincan jondo las espuelas
    de avaricia, envidia e ira
    pero la reina es mentira
    titiritera del todo
    que esculturas en el lodo
    estira, tira y revira.

    He de salir a encontrar
    la mano a esta empuñadura
    el destino mueve a oscuras
    sus pezuñas al bailar
    contra marcha militar
    que resuena trepidante
    en el filo del instante
    que organizará la escena
    donde una mano antes buena
    criminal en lo adelante.

El Buzo envuelve el arma en fundas plásticas de supermercado que recoge de la basura.

    Bolsa triste, bolsa alegre,
    no hay quien te desintegre
    a este pequeño asesino
    ofrecerás el pesebre
    tú matas más y más fino
    atragantando a natura
    y ahorcado el mar en tu anchura
    apocalipsis celebre.


«¿Qué es esto?», se preguntó Asmodeo. Las rimas que Rudy había escrito en su ausencia le provocaban una intensa amargura. Se pensaba indispensable para el trabajo creativo de su caballo, un trabajo que daba por perdido, que habían hecho juntos y al que Rudy le debía su fama y el éxito que su música había tenido en los ochenta. Sin esa productividad desbordante, solo les quedaba el eufórico cemento del perico. «En el pasado, cuando Rudy estaba inspirado, solía decir “el diablo anda suelto”, pero ahora –pensaba Asmodeo–, no cuenta conmigo. Es mi prolongada ausencia la que le ha devuelto sus facultades.» «Me he convertido en un diablejo singa cueros y tecato.» «He puesto a un caballo paso fino a jalar la carreta de mi mediocridad.» «Soy una mierda.»

Con tristeza infinita, volvió a leer el recetario. Estas no eran canciones, ni eran décimas sueltas: eran parte, al parecer, de una obra de teatro. Rudy había inyectado su mejor música con una potencia que él decía haber aprendido de los griegos. Sus letras masticaban como chicle a personajes que pululaban por la noche dominicana al ritmo cruel del destino. En su adolescencia en Santiago, soñaba con ser dramaturgo, con escribir una tragedia. Asmodeo se sintió de buen humor, esperanzado, como puede permitirse estarlo un demonio. Su caballo no estaba viejo; tal vez quedaba caballo para rato. La tinta azul que llenaba el recetario, los dibujos en los bordes, las tachaduras y las correcciones le daban vértigo. Extrañaba ese centro del universo, el sincrónico bramar de sus voluntades arañando el mundo.

Se vio entregado, por días y noches, a la culminación de una obra y esa película le dio fuerzas. Sin embargo, la extraña coincidencia del cuchillo lo había espantado. La aparición del arma en las décimas de Rudy no era producto de un susurro suyo, de un recuerdo transmitido sobre sus andadas del día anterior; esta no era una composición a cuatro manos.

Iba a asentarse en el proceso de su caballo, iba a susurrarle y tejer, a arrebatarlo de imágenes y conexiones, de escenas, de secretos, iba a correrlo por el hipódromo como se merecía, pero debía investigar de dónde provenía la idea del cuchillo y, citando un blues pesado que habían escrito en el 81, dijo en voz alta: «Demonio no cree en coincidencia».

*Fragmento de Asmodeo, novela publicada por editorial Periférica en mayo de 2024.