Estella Gonzalez

Salvación chola*

Traducción de Alaíde Ventura Medina



Estoy aquí nomás kikeándola, bebiendo la Schitz de mi papá, cuando Frida Kahlo y la Virgen de Guadalupe entran al restaurante. La Frida con un traje de hombre bien baggy, como el vato de Talking Heads pero negro en vez de blanco. Trae el pelo cortito, so nada de trenzas ni moños. Lo único femenino en ella son sus aretes en forma de manos. En la clase de la maestra Herrera nos contaron que Pablo Picasso se los regaló porque la consideraba más talentosa que su marido.
   La Virgen se parece a mi tía Rosa en la foto que le mandó a mi papá. Trae el pelo rubio, un chingo de sombra blanca en los ojos y atuendo cholo, sabes cuál, tank top de tirantitos, pantalón bombacho y lace-ups negros. Y labial como si acabara de comerse un pastel de chocolate. Su pelo está tan largo que las puntitas le tocan los talones. Su fleco está esprayeado, como cualquier chola, pero además trae puesta una corona dorada. Es una pinche vata loca chingona, esta que tengo frente a mí en el mostrador.
   No las reconozco a la primera, sino hasta que veo la uniceja de Frida y la corona de la Virgen. Y lo confirmo cuando Frida me pasa un cigarro, valiéndole madres el letrero enorme que tenemos en la barra y que dice Gracias por no fumar. Le doy un jaloncito mientras la Virgen me sostiene el encendedor.
   —¿Qué ondas, comadre? —dice Frida, sonriendo—. ¿Quiubo?
   Le hace falta un diente y tiene los demás todos cafés. Con razón en sus pinturas nunca sonríe.
   No sé qué responderle, así que sólo le doy otro trago a la cerveza que escondo atrás de la barra.
   —¿A poco sí muy tímida? —me pregunta la Virgen—. ¿O es que no nos reconoces, ésa?
   —Claro que las reconozco— grito; siempre que estoy achispada me da por gritar—. ¿Les sirvo un café o algo?
   —Un cafecito y un plato de menudo.
   —¿Y tú, Friducha?
   —¿Qué tal un pozole con tortillas de maíz? —responde.
   Total que les sirvo su menudo, pozole, tortillas y café, y ellas me explican que han venido hasta acá para darme unos consejos.
   —Créeme que te van a ser muy útiles, preciosa —dice Frida—. Porque la loca de tu madre no va a descansar hasta enjaretarte la chingada quinceañera.
   La Virgen asiente y da otra fumada.
   —Vinimos a decirte que te andes con cuidado —dice la Virgen—, y a darte ciertas reglas para que las obedezcas. Algo así como los Diez Mandamientos que te enseñó el padre Jorge.
   —Ándale, pero estos no son con Dios ni con Jesús ni con las leyes católicas —aclara Frida, partiendo su última tortilla a la mitad.
   —Estos son nomás pa ti, hermana, y pa tus pinches padres y su quinceañera —me dice la Virgen—. No soy quién para decírtelo, sobre todo porque tu mamá me agarra de pretexto para chantajearte con que si no le haces caso me lastimas… Pero quiero que lo escuches de mí, y no de ella personificando a tu abuela.
   Jalo una silla sin dejar de fumar. El humo me relaja. No me siento mareada, como advertían las películas dizque educativas. Es domingo y mamá lleva en la iglesia desde las seis. Lo normal es que se quede ahí hasta las diez vendiéndole buñuelos a los fieles que van saliendo de misa. El restaurante está vacío, nomás estamos nosotras tres. Echo el candado, cierro las persianas, volteo el letrero de “Cerrado” y acomodo la silla justo en medio de mis comadres.
     La Virgen me sonríe con sus labios de chocolate. Frida se acerca a mí, toma mi mano y comienza.
   —Hermosa Isabela, tus papás juran que lo único que quieren es que seas una niña decente. Te llenan la cabeza de puras tonterías burguesas. Si tienes que pistear para proteger tu espíritu, pos hazlo, nomás evita esa porquería de cerveza y mejor tómate el tequila de tu papá.
   Saca una botella de El Patrón Silver y tres caballitos, llena uno hasta el tope y me lo da. Me lo empino de un trago, al principio quema, pero luego luego me echo el segundo. Trato de llevarle el ritmo a la santísima Virgen, que chupa como si fuera agua.
   —¿Tons qué, otro? —pregunta y me ofrece otro cigarro.
   Noto que sus uñas están pintadas de azul y decoradas con estrellitas doradas, como si tuviera una galaxia en las manos.
   —¿Y si le entramos a la fumadera? —me dice—. Sí, ya sé que esto nomás es alimentar el vicio, pero a tu edad necesitas toda la ayuda posible. ¿Y el trago? No recuerdo a qué edad empecé yo, pero de repente ya estaba retando a León Trotsky a tomar tequila. Pobre cabrón, le quedé muy grande. En la cama, también.
   Lo que sigue es que me pregunta si soy virgen. Respondo que sí y ella sacude su cabeza.
   —Pobrecita chica tímida —me dice—. ¿A poco tu mami te convenció de esperar al matrimonio pa desflorar tu margarita?
   Esta vieja no tiene pelos en la lengua. Si no fuera la Virgen, creería que es una de esas tipejas de la escuela. Pero es la Virgen. Con toda su sabiduría, que ahora comparte conmigo.
   —Me dijo que sólo las zorras tienen sexo antes de casarse —les cuento—, y que esas siempre acaban preñadas o en la putería.
   Se miran entre ellas y sueltan una risotada. Frida se carcajea tan fuerte, que cae al suelo, rodando y tirando patadas. Por fin se incorpora con los ojos llorosos.
   —A ver, preciosa —dice la Virgen—. No sé si estés al tanto de que tu madre se andaba cogiendo a tu papá desde los catorce años. Pero ella cometió el error de embarazarse, porque tu abuela nunca se tomó la molestia de explicarle lo que sucede cuando chico y chica se traen ganas.
   —Así que, si decides entrarle a los hombres, ten cuidado —dice Frida—. Capitalistas, comunistas, todos son iguales. No quieres terminar como yo… o, peor, como tu madre. Yo una vez amé a un hombre, a un gran artista, y él nunca me dio mi lugar como su mujer. Decía que la fidelidad era una noción burguesa. Pinche Diego, por culpa de la burguesía acabé pintando los cuadros más tristes de la historia. Ahora que lo pienso, igual y los hombres no son tan malos; chance son un vicio productivo.
   A continuación se ponen a discutir sobre quién se ha acostado con más weyes.
   —Sí, cabrona, pero tú empezaste tres mil años antes que yo —dice Frida.
   La Virgen sonríe, chupa sus dientes y responde:
   —Pss, ¡a huevo! Mucho antes de Johnny Cortez, yo ya me había echado a otros cincuenta mil papacitos o hasta más.
   —Al menos yo me cogí a Trotsky —dice Frida.
   —¿Y lo presumes?
   Frida frunce su uniceja. Se me hace que quiere aventarle el cigarro en la cara, pero la Virgen la ignora y propone un brindis por los hombres.
   —Ya cállate —dice Frida—. Vinimos aquí a ayudar a Isabel.
   La Virgen ríe victoriosamente y dice:
   —Compañera, aquí te van unas sugerencias. Pon atención, que las redactamos especialmente para ti, morra.

Regla número 1: No te embaraces. Practica todo el sexo que quieras, pero no te embaraces. Al menos hasta que estés muy, muy, pero muy segura de que eso quieres. Créeme. Yo tuve cuatrocientos hijos y una hija. ¿Sabes el trabajal que fue eso? Lo peor es que la triada de padre, hijo y espíritu se adueñó de todo mientras yo estaba ocupada criando a los escuincles. Y ahora mira el desmadre que quedó.

Regla número 2: Estudia. Te va a tocar jugar en el sistema. ¿Por qué crees que puse esta cara de “virgencita” para aparecerme ante Juan Diego y el obispo? Es parte del juego, morra. Mírame ahora. De Chiapas a Chicago, yo estoy en todos lados: murales, tatuajes, libros, arte. Ajá. Las Lupes ruleamos. Como ese vato loco de John Lennon dijo sobre Los Beatles: somos más famosas que Jesucristo.

Regla número 3: Estás a cargo de tu panocha, no temas protegerla. Siempre habrá algún tipo buscando lo que traes adentro de los calzones, por mucho que tú no quieras. Incluso tu papacito. Sí, no creas que no estamos al tanto de esa situación. Morra, si tienes que recurrir a la violencia para marcar tus límites, hazlo.

Regla número 4: Comparte estos conocimientos. Necesitamos que todas las compañeras y compañeros se enteren, sobre todo los compañeros. A ver si así se dejan de esas pendejadas machistas que escuchan en sus casas. A lo mejor el Chuy y su papá son los responsables de todo esto.

Regla número 5: Todas somos indias. Que tu mamá no te diga lo contrario. Nadie es cien por ciento pura. Lleva tu indigenismo con orgullo. Ya sé que tu ruca te regaña si te comportas como apache, pero no todas podemos ser rubias de ojo azul. A tu mamá le vendieron las mismas mentiras de que las blancas son las únicas que valen la pena. Y eso que tu abuela era tarahumara auténtica. Morena, tú eres bella también. Un día de estos asómate a mi retrato, el del marco dorado que está a un lado del altar, verás que el sitio de honor lo ocupa este rostro prieto y no el de alguna María desabrida.

Estoy bien peda, pero sí alcancé a tomar nota de las reglas. De pronto, Frida me rodea con un brazo y apunta hacia la esquina de donde cuelgan esqueletos por el día de muertos.
   —Mira esas calacas bailando. Están esperándote, ¿sabías? Cuando te des cuenta, tendrás cincuenta años en vez de quince, y te preguntarás a dónde se fue tu vida. No escuches a los pendejos que tienes por padres. Tienes que empezar a enfrentarlos cuanto antes, si no quieres acabar como las ratitas que tu madre encontró y ahogó.
   —¿No tienes amigas, muñeca? Qué raro. A tu edad yo ya andaba de novia y jangueando con mi clica. Si tan sólo tuvieras más vicios...
Frida se empina otro trago de Patrón. Es asombroso que ni siquiera esté sudando.
   —Esto es lo más importante que vine a decirte: tienes talento para el arte, la maestra Herrera lo dijo. Para eso te pintas sola. ¿Por qué no lo agarras de vicio? Eso sí que enloquecería a tus padres, porque no serían capaces de entenderlo. Fumar, pistear, coger… todo eso lo cachan, ellos mismos lo han hecho y lo siguen haciendo. Pero el arte sería algo tuyo. Podrías trazar tu propia realidad y así escaparte de esa mierda capitalista de quinceañera que te quieren embutir.
   Frida se lleva el plato a la boca para sorber los restos del pozole. La Virgen le da una última chupada a su cigarro, tira la colilla y la pisa.
   —Preciosa, escúchame —dice Frida— tú has de estar pensando que soy una depresiva asquerosa, pero tienes que hacer algo o tus padres acabarán contigo. Toma este consejo de la Friducha que tanto admiras. Olvídate del padre Jorge y de tus parientes y sigue tu instinto. Cuando la Pelona venga por ti, no vas a querer que te encuentre en un infierno de mediocridad. Me lo agradecerás después.
Frida se pone de pie y mira su reloj.
   —Aguántame, cabrona —dice la Virgen y saca un espejito para retocarse el labial de chocolate.
   —Nomás porque te pasonees pintada de payaso, no significa que tenga que esperarte —dice Frida—, hay otras carnalas que necesitan nuestra ayuda.
   —Pos al menos yo no traigo bigote en los labios y en la frente.
   —Pinche puta, ¿lo arreglamos afuera?
   —Tranquila —dice la Virgen—. Estoy bromeando, compas.
   Comienzan a despedirse. Incluso si les pidiera que se quedaran, no podrían, se le echarían encima a mi mamá cuando llegara.
   —Es hora de irnos —dice la Virgen—. Tenemos que echar paro a otro carnal. ¿Qué? ¿No conocías mi lado cholo? Morra, en este mundo loco a veces no queda de otra.
   Antes de irse, me besan en el cachete. Frida me abraza bien fuerte. La Virgen me regala su último cigarro para que la recuerde cada vez que lo vea, con la marca del labial chocolate.
   —Adiós, muñeca —dice Frida—. No olvides las recomendaciones.
   Me pongo a chillar cuando se van. No sé cuándo volveré a verlas. En cuanto desaparecen, mi mamá llega con un vestido blanco en las manos.
   —Mija, mira lo que te compré, ¿no está precioso?
   Mi mamá ha estado chingando con lo de la quinceañera desde que cumplí catorce. Incluso puso a las tías a insistirme con eso. A mi papá no le importa, él nomás me molesta por mi peso. Antes me dejaba en paz, pero ahora todo el tiempo sale con que “¿por qué no te arreglas más?, échale ganas, sácate la ceja, así ningún hombre te va a querer”.
   Sí. Estoy demasiado gorda y fea para los hombres. Excepto para él, que bien que se aparece cuando me estoy bañando para manosearme. Y en el carro también me toquetea todita, sin decir una palabra, nomás mirándome como los hombres miran a las morritas de la escuela. La Virgen tiene razón. Tengo que proteger mi panocha hasta de mi propio padre.
   Y luego está mi mamá con sus pendejos vestidos de quinceañera y sus estupideces de tener una fiesta gigante con mariachis y todo. Esas cosas cuestan dinero que no tienen. Nuestro pinchurriento restaurante a duras penas llega a fin de mes, sobre todo desde que abrieron un Pollo Loco en la esquina.
   Frida y la Virgen tenían razón. Mi mamá nomás quiere presumir lo bien que me crio. Que no mame. Se va a quedar con las ganas. Y con el pinche vestido blanco. ¿Quién le pidió que lo comprara?
   —Mamá, ya te dije que no quiero tener quinceañera.
   —Pero ¿no quieres lucir hermosa enfrente de todas tus amigas?
   —No tengo amigas.
   —Ay, no seas tan sangrona —dice—, y al decir sangrona me avienta el vestido.
   Se lo aviento de regreso y salgo corriendo rumbo a la casa. Mi papá ni siquiera levanta la mirada del partido cuando mamá y yo cruzamos frente a la tele. Entro a mi cuarto, pero no alcanzo a echar el seguro. Ella empuja la puerta y se mete.
   —Mocosa malagradecida —grita, todavía con el vestido en las manos—. Me costó trescientos dólares, ¿crees que lo voy a tirar así nomás?
   Intento esconderme en el clóset, pero ella me jala de la playera y me da una cachetada.
   Se la devuelvo, y ahí es cuando se le mete el diablo. Da un paso hacia atrás y me saca el aire de un puñetazo. Caigo sobre la cama, doblada de dolor, y ella me agarra de la cintura y me obliga a sentarme. Pinche vieja, está fuerte para ser tan chaparra. Es su genética tarahumara, con razón siempre anda presumiendo que la fuerza proviene de la sangre.
   —¡Ah, chingao! ¿Es tabaco eso que huelo? —me olfatea como una perra—. ¿Se lo robaste a tu papá?
   Espero que vuelva a cachetearme, pero en vez de eso agarra el vestido y lo cuelga de la puerta. Me acuesto, siento que voy a vomitar.
   —Eras una niña tan buena y obediente, y mírate ahora, ¡un pinche apache!
   Viene hacia donde estoy, se estira y arranca mi póster de Frida Kahlo, el de “Mi nacimiento”. Es mi favorito y lo sabe, pero siempre lo ha odiado porque a ella sólo le gustan las imágenes de perritos de ojos tristones o bailarinas de ballet. No mi póster, que muestra a una mujer que muere al dar a luz, con el bebé colgándole entre las piernas. Se le ve todo, hasta la vagina cubierta de vello púbico. Lo que más me gusta del cuadro es la pintura de Nuestra Señora de Dolores encima de la cama. Ella es la madre verdadera, porque como todas las madres, se la pasa sufriendo y se encarga de que todos alrededor se enteren. Mi mamá dice que mi póster es asqueroso y comienza a cortarlo en pedacitos.
   —Listo —dice cuando termina—. Pa que aprendas a no pegarle a tu madre.
   A la salida, se detiene ante la figurita de la Virgen de Guadalupe que hay en la puerta. Dice algo estúpido, como:
   —Ayúdame, Virgencita.
   En cuanto se va, echo seguro a la puerta, agarro la figura y la aviento por la ventana. Pinche vestido pendejo. Hasta cree que me voy a disfrazar de ballena blanca para darle gusto. No porque las hijas de sus comadres hayan tenido quinceañera, yo debo tenerla. A mí no me hacen wey. Esta fiesta es para mi mamá. Quiere que todos se enteren que su hija, igual que todas las otras, está lista para que se la cojan. No le basta con burlarse de mí en la casa y en la escuela por ser gorda, sino que ahora quiere avergonzarme frente a la gente de la iglesia. Además, ¿quién querría ser mi dama? Mi única amiga era Tina y ya nunca la veo desde que el año pasado se mudó a Coachella con su mamá.
   Dios, ni siquiera he ido a la iglesia en semanas, ¿a quién le importa? Mi papá nunca va, se queda en casa viendo el partido. Por eso nunca me baño los domingos. Porque ya sé que, en cuanto escuche la regadera, va a venir corriendo a meterme mano. Una vez cerré con seguro y se encabronó tanto que casi tira la puerta. Le inventó no sé qué pendejadas a mi mamá, que yo no debería echar el seguro porque qué tal que me resbalo y me caigo y nadie puede ayudarme. Ella obviamente le creyó. Él dice que todo es mi culpa por estar gorda y que me está haciendo un favor porque ningún muchacho va a querer a una charamusca como yo. Dice que, por mi culpa, mi mamá está tan enojada que ya no quiere coger con él. Que por eso tengo que dejarlo tocarme aunque sea las chichis y la panocha. Lo cual, por cierto, es lo único bueno que saco de estar gorda: las chichotas.
   Saco unas tijeras de mi cajonera y comienzo a apuñalar el vestido. Cuando me doy cuenta, ya lo desgarré todito, hasta el moñote que iba en las nalgas.
   Me vale. Así como a mi mamá le vale pegarme en el estómago o llamarme pinche apache. A mí qué me importa si le costó trescientos dólares, ¿acaso ya le dije que lo comprara?
   Cuando veo todos los retacitos blancos en el piso, entro en pánico. Están ahí nomás, brillantes y blancos, mirándome. Siento como si hubiera asesinado algo.
   Sé que es una señal que me está mandando la Virgen porque me recuerdan a las estrellitas de sus manos. Tengo que largarme de aquí. Me siento bien pinche enloquecida y macha al mismo tiempo, como mi papá cuando se embriaga. Esta vez no me voy a echar para atrás. Esta vez es de a deveras. No voy a regresar. Saco un poco de dinero de debajo de la cama, empaco mi mochila y me lanzo al centro de LA. En la estación de Greyhound, me escondo en el baño hasta las dos de la mañana, Entonces tomo el primer autobús a El Paso.

A la mañana siguiente me despierta un olor a sudor hediondo. Esa pinche gorda sí que apesta. Tiene el pelo como de alambre y la mitad del trasero en mi asiento. Ya sé que yo también soy gorda. A lo mejor también apesto. La idea me deprime. A lo mejor soy yo la que está infestando el autobús. Miro por encima del asiento. Naaah, aquí está lleno de gente apestosa. De todas maneras, en la próxima parada voy a aprovechar para limpiarme los sobacos. Podría usar el jabón elegante que le robé a mi mamá. Siempre que intento usarlo, se enoja, pero me encanta cómo huele, como al perfume que venden en JC Penney’s, mucho más rico que el jabón Dial.
    El reloj de la gorda marca las diez de la mañana. El tipo de la estación de autobuses dijo que no llegaríamos a El Paso antes de las ocho. Puta madre.
    Cuando el autobús se detiene, ahora en Blythe, aprovecho para lavarme los sobacos, los pies y el cuello. En eso entra una señora al baño. Está llorando y trae un golpe fresco en el ojo. Me apuro a empacar mis cosas.
    —Mija —me dice—, ¿no tendrás un pañuelo?
    —Nel —respondo—, pero ahí hay papel de baño.
    —¿Me puedes pasar un poco?
    Le paso un poco.
    Se está limpiando la cara. De tan chueco y cerrado, su ojo parece chino.
    —Nunca te cases, linda —me dice, riéndose.
    Intento caminar despacio hacia la puerta.
   —Nunca te cases con un borracho —agrega, llorando con fuerza.
   —Mi papá es un borracho —digo. Ojalá hubiera cerrado la boca.
   —¿Sí? —se voltea hacia mí—. El mío también era.
   Me da miedo eso que dice, suena igualito que mamá. Sería capaz de manejar yo misma el autobús con tal de llegar a El Paso. Cuando por fin regreso, escojo un asiento de hasta el fondo para no tener que escuchar a la mujer que llora. Dios, ¿hasta cuándo nos vamos a ir de aquí? Afuera no hay más que piedras, cerros y algunas malezas. Todo está rodeado de alambre de púas, como si alguien en su sano jucio fuera a querer meterse ahí. En el autobús hace un calor insoportable, pero no me voy a quitar la sudadera porque no me puse brasier y traigo playera sin mangas. No estoy intentando ser sexy, simplemente se me olvidó empacar brasieres. Como quiera, ahí hay un baboso mirándome raro… Lo que menos necesito ahorita es que alguien me moleste. Pero, claro, en cuanto el autobús se mueva, algún pendejo va a venir a decirme algo.
   —Óyeme, gorda, quita tu barriga de mi cara —dice una ruca.
   —Vete a la chingada —respondo —nomás estoy bajando mi mochila.
   La pinche ruca me golpea en el estómago y caigo encima del pendejo que me estaba mirando. Cuando intento levantarme, me manosea. Estoy a punto de darle un putazo, pero en eso el conductor frena en seco.
   —¡Hey, tú! Si me das algún problema, te bajas del autobús.
   —Lo mando a chingar a su madre con la mirada, agarro mi mochila y tomo mi asiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Lo último que necesito es que me bajen en mitad de la nada o que llamen a la chota. Hurgo entre mis cosas hasta encontrar la foto de mi tía Rosa sentada las piernas de su novio con un cigarro en las manos. Parece que él la está apretando. En la mesa de junto hay una margarita gigante. Ella se ríe con los labios rojos rojos, color crayola, y el pelo rubio y cortito como Blondie. La parte de atrás de la foto dice:
   Con mucho cariño y amor para mi sobrina Isabela, de parte de tu tía Rosa. Aquí estoy con mi novio Pablo en el restaurante Ajúúa! Visítame cuando quieras. Mi número de teléfono es 13-16-57. Mi dirección es Avenida 16 de Septiembre 3555, Juárez. Los espero.
   Esta es su dirección: avenida 16 de Septiembre, en Juárez. Me pregunto si la invitación era para todos o sólo pa mí. Supongo que pensó que vendría con mis papás. Aunque, a decir verdad, a mi mamá ni la quiere. Alguna vez en una fiesta, mi tía estaba bailando con el tío Beto la cumbia de “Tiburón, tiburón”, y casi parecía Nuestra Señora de Fátima, con los labios finísimos y angelicales, ojos oscuros en la piel blanca y un minivestido azul. Mi mamá estaba en la cocina sirviendo la carne que mi papá acababa de asar afuera.
   —Vieja sinvergüenza —dijo mi mamá cuando entré con los platos desechables—. Tu tía nomás quiere restregarle sus nalgas a todo mundo.
   —Baila suave.
   —Tendría que estarme ayudando en la cocina.
   —¿Y la tía Amelia?
   —Está ayudando a tu papá con los bisteces.
   Después de un rato, el tío Beto jaló a mi mamá de la mano para bailar. Mamá se rió, sacudiendo la cabeza. Mi papá trató de invitar a mi tía Rosa, pero ella lo rechazó y salió al patio. En vez de regresar a la fiesta, mi papá vino por mí, pero yo me salí con mi tía, que seguía en el patio sentada fumando y cantando La Zandunga.
   —¿Qué pasa, muñeca? —me dijo.
   Su perfume de Chanel se mezclaba con el humo.
   —¿Quieres uno?
   —A huevo.
   Fumé suavecito, en ese entonces todavía creía esas tonterías de que el cigarro hace daño, como me decían en la clase de salud. No quería hacer el ridículo enfrente de mi tía, así que me cuidé de no inhalar demasiado. Estuvimos un rato fumando y escuchando a todos los tíos y sobrinos haciendo barullo en la casa. Yo sólo quería quedarme ahí fumando para siempre. Mi tía siguió cantando hasta que el tío Beto vino a buscarla.
   —Ahí voy —dijo, encendiendo otro cigarro—. Qué mamón.
   —¿Me das otro?
   —¿Tan pronto? ¿Por qué andas fumando tanto, si apenas tienes trece?
   —No sé. Pero me caga estar aquí.
   —A mí también.
   Mi tía empezó a cantar otra canción mexicana. Mi tío Beto salió de nuevo y esta vez ella sí se levantó. Después de un rato, mi mamá vino a buscarme y me ordenó que jugara con mis primos. No mame. Yo ya tenía trece años. Ni que fuera a seguir jugando con pinches barbies. Regresé a la casa y lo primero que vi fue a mi papá bailando con mi primita Evelina. Al principio no podía creerlo, todos estaban bailando rápido y movido, menos él, que bailaba suavecito para no pisar a Evelina. Recuerdo que quise llorar con todas mis fuerzas. Corrí hacia la cocina, agarré una cerveza del refri y me salí al patio a esperar a que todos se fueran.
   Antes de despedirse, mi tía Rosa me dio otro cigarro y me invitó a visitarla. Esto fue antes de que se divorciara del tío Beto. Después del divorcio, mamá me prohibió ir a verla y mi papá repitió las mismas mamadas de que mi tía Rosa era una vieja sinvergüenza. El tío Beto se casó con una mujer que conoció en un cabaret y no lo hemos vuelto a ver.
   Me vale. Ese pendejo nunca me cayó bien.
   Por la ventana del autobús veo que afuera el sol está ardiendo. Saco mi libreta y me pongo a dibujar una chola vieja con el cabello hecho de plumas. Primero la dibujo delgadita, pero luego decido dibujarla gorda como yo, con unas chichotas saliéndose por los lados de su top. Cuando miro por encima de la libreta, parece que todo ha empezado a derretirse. Cierro los ojos e intento olvidar la peste y el llanto. Hago como si estuviera sorda y por fin caigo dormida.

Después de llegar a El Paso y cruzar el puente hacia Juárez, me subo a un camión que según yo va a dejarme en la casa de mi tía. Me bajo en la calle 16 de Septiembre, donde me indica el conductor. Huele a mango podrido y escape de carro. Hace tanto calor, que mis sobacos gotean. Mierda, se me había olvidado que aquí toda la gente es bien pobre, sobre todo los indios y los niñitos. Mamá siempre me está chingando con que me va a ir a botar con los indios. En East LA casi no se ven, pero estando acá entiendo por dónde va la amenaza. Es que sí son muy pobres. Hay una mamá sentada en la banqueta junto a sus hijos, dividiendo el dinero que ganaron de limosneros.
   Una vez conocí a un wey llamado Indio. Todos los niños lo llamábamos así, pero creo que es su nombre real era Arturo. Se la pasaba jangueando con los demás borrachitos de la esquina.
   —Pinches indios —decía mi papá—, lo único que hacen es chupar y mendigar, no saben lo que significa trabajar.
   Siempre quise preguntarle a qué se refería con eso. Mamá es mitad tarahumara y dicen que mi abuela, la mamá de mi papá, era india pura. La vez que me hice trenzas como de Laura Ingalls en Little House on the Prairie, mi papá se emputeció y me dijo que era una pinche india fea. Pero ahora mis trenzas parecen las canastas que venden en la calle.
   Dios, este lugar está demasiado sucio. No quiero voltear a ver a la niña vendiendo chicles con su carita morena de india y su vestido amarillo tan brillante que la hace parecer el sol. Su mamá ahora está sentada en unos escalones y comienza a gritarle.
   La niña corre hacia mí. Pobrecita. Su mamá seguramente se la madrea si no vende suficientes chicles.
   —Niña, dame dos paquetitos.
   Le doy un cora, a pesar de que debería estar guardando mi dinero. Ojalá no tenga que quedarme en un motel o algo así. ¿Qué es exactamente lo que le voy a decir a mi tía? ¿Le cuento de mi mamá y el vestido? ¿Y si me manda de regreso a LA? Por favor que no me mande de regreso. ¿Y si llama a la chota? En ese caso tendré que pelarme, porque ni loca voy a ir a parar a una cárcel mexicana. Bueno, si no me puedo quedar aquí, me voy a lanzar a la Ciudad de México a visitar la casa de Frida. A lo mejor ahí me pueda esconder por un rato. Por lo menos voy a conocer la casa antes de tener que regresar. Dios, ¿cómo voy a aguantar hasta los dieciocho?
   Tal vez si le cuento a mi tía que mi mamá me golpeó. Pero entonces tendría que decirle el motivo. Puta madre. A lo mejor entienda, total, también odia a mi mamá. O eso creo. Me pregunto si sabe que mi mamá piensa que es una zorra. No sé si pueda decirle lo del vestido. Dios, aquí apesta horrible. ¿Seré yo? No me he bañado en días. Tal vez debería contarle lo que hace mi papá. No puedo creer que estoy aquí. Ojalá que no me tenga que regresar. Mi mamá me mataría, sin duda.
   —Oye, mamacita —oigo una voz de hombre.
   Acelero el paso.
   —¡Tú, gordita!
   Un vato de sombrero vaquero me está hablando. Puta madre. Ahora camina junto a mí.
   —Bonita, ¿estás sola? ¿No quieres novio?
   Me mira igual que mi papá cuando me manosea. Tiene bigote de Pedro Infante y trae un cinturón ancho con una hebilla enorme, justo como la de mi papá. Carajo, mi playera está toda sudada y huelo a gorda apestosa. Me vale verga. Esta vez me vale verga. Si se me acerca más, le voy a pegar con mi mochila. La voz del vaquero suena más bajito, pero igual él va junto a mí, mandándome besos. Dios, no quiero desmayarme aquí. Distingo una iglesia y camino a toda velocidad hacia ella.
   Adentro está fresco y bien oscuro. No puedo ver nada además del altar. Corro a acomodarme frente a unas viejas. Inclino mi cabeza para que parezca que estoy rezando, pero únicamente susurro, susurro, susurro, y miro alrededor. Ya no lo veo. En eso, una de las viejas me da un codazo.
   —Ya sé que no estás rezando, ésa —me dice. En las uñas de sus manos veo las estrellitas.
   —Virgencita —suspiro—. Me asustaste. Pensé que eras una de esas viejas.
   —Aguas, que algunas de estas veteranas son mis carnalas —me dice.
Trae puesto un rebozo negro, las puntas de su corona se asoman a través de la tela.
   —Virgen, tienes que ayudarme.
   Me lleva al otro extremo de la iglesia, a donde hay un montón de veladoras rodeando a un santo.
   —¿Qué pasa? —pregunta.
   —Un pinche vaquero me está persiguiendo —digo y comienzo a llorar sin saber por qué. Yo casi no lloro.
   —¿Quiere tu panocha?
   —Sí. Me manda besos y me dice mamacita.
   —Jálate.
   Abrimos la puerta de la iglesia y ahí está él, cruzando la calle.
   —Es ése —le digo a la Virgen—. El del sombrero vaquero.
   Ella comienza a cruzar la calle y suelta uno de esos chiflidos cabrones de a dos dedos en los labios. Suena tan recio que casi no escucho el autobús que cruza enfrentito de mí. El vaquero sonríe con su bigotito y camina hacia nosotras. La Virgen lo barre de arriba abajo, como si la hubiera sacado a bailar. Se quita el rebozo y me lo da. Algo brillante asoma entre sus pantalones. Parece un arma. La desenfunda, como en una escena de Harry el sucio. Toda la gente se hace a un lado, incluso los niños indios. El vaquero se congela y quita la sonrisa. La Virgen comienza a agitar su cuete frente a él, sacudiéndoselo en la cara. Al final se lo mete a la boca.
   —Bésalo —le ordena.
   El vaquero apenas despega los labios para decir algo.
   —Bésalo, cabrón —y corta cartucho.
   Su dedo tan chiquito no parece capaz de disparar, pero yo sé que ella abrirá fuego con el cuete mejor que cualquier vaquero. Él levanta los labios y obedece. Un besito.
   —Como besas a tus mamacitas —ordena la Virgen—, como si anduvieras enamorado.
   Él le da un segundo beso, pero esta vez a la francesa.
   La Virgen sonríe y enfunda el cuete. Al vaquero le tiemblan las piernitas, incluso después de que nos alejamos. De repente, intenta sorprenderla desde atrás, pero lo único que consigue es caer al suelo llorando y agarrándose la entrepierna. Rueda por la banqueta. La Virgen lo mira y le escupe en la cara, y luego le da un patadón en las costillas. Quién sabe de dónde han llegado un montón de indias con sus niños. Nos rodean. Los niños se ríen y se persignan. Al final de la cuadra hay una pareja de chotas mirando.
   La Virgen se vuelve a poner su rebozo, que ahora es verde con estrellas doradas.
—Quédate esto —me da el arma.
   La meto en mi mochila mientras ella me guía del brazo por la calle, y al final nos subimos a un taxi morado.
   Le indica al taxista que vamos al estudio de tatuajes Templo Chola. Enciende un cigarro para mí.
   —Lo vas a necesitar —me dice, al tiempo que saca una botella de Hornitos—. También bebe un poco de esto.
   Obedezco y por poco vomito.
   Noto que el taxista se le queda viendo a la Virgen en cada parada. ¿Qué nunca antes había visto una chola? Cuando llegamos al estudio de tatuajes, Frida nos está esperando en la puerta. Esta vez viene vestida con una falda larga y el pelo trenzado alrededor de la cabeza.
   —Hola, muñeca —dice, a punto de abrazarme.
   De tan mareada, estoy a punto de caerme.
   —¿A qué vinimos aquí? —pregunto.
   —Aquí trabaja tu tía —responde Frida.
   Adentro, distingo a la rubia de mi foto. Está inclinada, tatuando la espalda de un hombre gigantesco. Ella trae lentes, y él, unas gafas tan chiquitas que un poco de grasa se desparrama fuera. Hay algunas mujeres sentadas junto a las paredes blancas, repletas de dibujos enmarcados. Mi cabeza retumba. Adentro todo es tan brillante que quisiera apagar mis ojos.
   —Hola, amores —dice mi tía Rosa sin levantar la mirada de la espalda del gordo—. Ahoritita les ayudo.
   Lo único que escucho es el zumbido de las agujas. Otros dos tipos están ayudando a mi tía. Creo que uno de ellos es su novio, Pablo, porque tiene una coleta de pelo negro y no se parece en nada al tío Beto o a mi papá.
   —¿Frida? —pregunta mi tía Rosa—. ¿Lupe? ¿A quién me trajeron?
   ¿Mi tía Rosa conoce a mis comadres? Supongo que tiene sentido.
   —Te trajimos a tu Isabela —dice Frida—. Le hace falta un tatuaje, o hasta dos, para salvarse.
   —¿Salvarse de qué? —pregunta.
   —De su madre y de tu hermano Rodolfo —dice Frida, sacando un libro de por donde está Pablo.
   Mi tía Rosa por fin parece reconocerme. Toma mi brazo y me lleva a la bodega de atrás. En las paredes hay imágenes de la Virgen y velas por todos lados. También, un póster de Frida con una calavera en su frente. Creo que mi tía distingue el tequila en mi aliento cuando se acerca para verme a detalle. Levanta la mano y me acaricia el cachete.
   —¿Te tocó? —me pregunta.
   Digo que sí con la cabeza y me suelto a llorar como una bebé. Desembucho todo. Le cuento de mi mamá, del vestido, de mi papá. Mi tía me sirve agua con azúcar.
   —Se pasaron con el tequila —les reclama.
   —Fue Lupe —dice Frida.
   —Lo va a necesitar ahora que le hagas un tatuaje —dice la Virgen.
   —Eso no urge —dice mi tía.
   Me muero de ganas de hacerme un tatuaje, pero antes de que pueda revisar el librote negro que me da Frida, caigo completamente dormida.

—¿Cómo viniste a dar a esta pocilga? —pregunta Mousy.
   Estamos viendo a las prostitutas que suben y bajan la calle en busca de clientes. También por ahí andan las niñas indias que le piden dinero a los turistas gringos con la cara más triste posible, hinchando los labios para dar más lástima. De la carnicería de junto llega un olor a carne vieja y sangre seca.
   —No sé —respondo—. Mi tía me deja fumar todo lo que yo quiera, y dice que me va a enseñar a tatuar.
   —Eso también lo habrías podido aprender en East Los —dice, y me comparte de su gallo.
   —No, gracias —respondo. La única vez que probé la mota me sentí de la mierda, Creo que estaba rebajada con Angel Dust o ácido o alguna chingadera casera; no me la voy a jugar. Frajos y tragos nomás, por ahora—. Al menos acá mi jefe no puede venir a manosearme mientras me baño.
   —¿Tu papá hace eso? ¡Pinche marrano!
   Al fondo, podemos oír al abuelo de Mausy tocando el acordeón en el club La Rondalla. Se llama don Ramón y todavía toca, aunque ya le anda pegando a los ochenta años. Es triste verlo, así de viejo, cargando el acordeón tan pesado, oprimiendo sus botones. A don Ramón lo acompañan otros dos compas tan ancianos que en cualquier momento estiran la pata. Pero tiene que mantener a Mousy y a su mamá mientras el papá anda en California. Se suponía que iba a mandar dinero para ellas. Por el momento, Mousy trabaja en la washatería, lavando y planchando. Verga, yo preferiría ir a la escuela que quemarme las manos con el cloro.
   —¿Qué hora es? —le pregunto a Mousy.
   —Ya casi la hora de las brujas.
   —Creo que mejor me regreso a la casa, mi tía me va a gritar si llego tarde a la escuela otra vez.
   —Qué suerte tienes. Yo a las cinco ya tengo que estar en el jale.
   —Hasta mañana, morra.
   Camino hacia la casa. Mis primos le están sacando jugo al Atari que compré baratísimo en las segundas de El Paso la semana pasada. Noel sigue jodiendo con que quiere un walkman, pero ese no sale tan barato. Evelina siempre pide un saladito del abarrote. Voy a la cocina a calentar una tortilla. Hay un alacrán en la pared, que aniquilo con la chancla de la tía. La tía no usa Raid porque no le gusta como huele. Sí, la verdad que aquí está más feo que mi casa de LA, pero al menos mi tía no me agarra de su marrano ni me trata como su puta personal. Hasta me puedo bañar los domingos.
   En cuanto llego a la cocina, veo que Pablo le está echando un ojo a los dibujos que dejé sobre la mesa. Se me atora la tripa y comienzo a sudar. ¿Por qué los vatos creen que pueden agarrarlo todo? ¿Por que no pueden tenerse las manos quietas? Voy sacando el cuete de la mochila. Me lleva, se me había olvidado cuánto pesa. No hay pedo. Puedo usar las dos manos, como la Angie en la serie de “Police Woman”.
   —Quieto, hijo de la chingada —digo bien fuerte, apuntando el arma hacia su cabeza.
Pobre Pablo, creo que se va a cagar ahí mismo. Coloca los dibujos en la mesa muy lentamente.
   —Cálmala —me dice—, si nomás estaba wachando tus dibujos, ésa. Tu tía me pidió que te hiciera un tatuaje, so pensé que podía usar uno de estos.
   No sé si estoy sorprendida o qué. Pero antes de decidirme, bajo el arma. Tengo suerte que no se dispare sola, porque la chota de por acá no se anda con mamadas.
   Pablo está chido, no se espantó ni nada, pero seguro que mi tía sí se va a volver loca. Pablo me deja conservar mi pistola y me promete que no va a andar husmeando en mis cosas sin permiso.
   —Guárdala en la bodega del estudio —me dice—, para que no la agarren los niños.
   Chingado, se me habían olvidado mis primitos.
   Lo acompaño al estudio. El regalo de la Virgen va a quedar bien guardado en la cajonera de la mesita donde mi tía guarda su tilichero: lápices, casetes de los viejos y otras cosas. Le pido a Pablo que me tatúe a la Virgen, pero con vestimenta chola, en el hombro. Pero él nunca la ha visto así como yo digo, tons comienzo a dibujarla.
   —Mmmm —me dice, viéndola de cerca.
   ¿Será que sí lo va a hacer? ¿O estará pensando que mi dibujo es una basura? Si me dice eso, me cae que aquí mismo le disparo. Pero no. En vez de eso, me ofrece un líquido amarillo en un vasito de papel.
   —Tómale, es mezcal —me dice.
   El tatuaje arde como la chingada y el mezcal no alivia. Lo único que ayuda es que Pablo comienza a contarme que mi tía me quiere enseñar a manejar la aguja para que pueda diseñar mis propios tatuajes y chance hasta trabajar aquí en el Templo con ellos.
   —Órale, ésa —responde Frida cuando le cuento todo esto—. A ver tu brazo.
   Yo me sentía bien orgullosa de mi Virgen loca, pero cuando Frida la ve, lo que hace es aventar mi brazo y gruñir.
   —Y yo bien gracias, cabrona, ¿a mí no me vas a poner en tu brazo?
   Chale, no sabía que las artistas pudieran ser tan sentidas. Pero es mi carnala y le debo un poco de sangre, así que ahora tengo a la Virgen en el hombro izquierdo y a la Frida en el derecho. Mi próximo tatuaje va a ser el de la anciana que dibujé en el autobús con pelos de plumas y sosteniendo un cuete del tamaño de la Virgen. Trae puesto un traje estilo Frida y uno de esos sombreros antiguos de dos cuernos. En el reflejo de sus gafas se distingue un intento de Pedro Infante al que está a punto de dispararle.

—Ese es un tatuaje firme, ésa —dice Mousy, aprobatoria.
   Estoy de pie junto a ella, tratando de rellenar el rebozo de su tatuaje de adelita. Hace demasiado calor en el estudio y yo nomás traigo brasier y playera sin mangas. A Pablo no le importa y además quiero mostrar mis tatuajes.
   —¿Es la Virgen de Guadalupe?
   —Sí, pero un poco distinta, ¿ves? Esta no tiene cara de mosca muerta.
   —¿Es rubia? —pregunta Mousy, como si mi tatuaje tuviera un error.
   —Es chola, mensa. Se pintó el pelo, pero sigue siendo morena.
   Mousy se acerca más a mi hombro.
   —Ah, no mames, hasta trae Dockers y toda la onda.
   —A huevo, pos es una de nosotras, una vata loca.
   —¿Quién te lo hizo? —pregunta.
   —Pablo, pero basándose en mi dibujo. Cálalo, está al lado del jaguar, en el marco negro junto a mi Frida Kahlo.
   —¿Quién es ésa?
   —Mi comadre —respondo—. Me salvó la vida. Ira, a ella la tengo en el otro hombro.
   El tatuaje de Mousy es el tercero que hago acá en el salón de mi tía. Llevo dos horas trabajando en su adelita y todavía no acabo. Tengo que acabar antes de regresarme a El Paso. De ahí, tengo que terminar mi tarea y prepararme mi lonche. Chingado, todavía me falta un buen. Además, se me antoja un cigarro. Mi tía no me deja fumar adentro del estudio, por la higiene, dice que ni que fuera un baño público.
   Suena el teléfono. Ya sé que otra vez es mi mamá intentando convencerme de que vuelva. Ni loca. Dice que si no regreso, va a venir por mí. Pues como vea. Vuelvo al tatuaje y me olvido de ella.
   Ahora estoy intentando rellenar el pelo de la adelita. Estoy tan concentrada que no escucho nada que no sea la música de la bocina, la respiración exagerada de Diana Ross en “Love Hangover”. En eso me llega el olor a basura y carne podrida de la carnicería de junto. Se me hace que Maritza acaba de abrir la puerta, es mi siguiente cita, quiere que le tatúe un corazón sangrante en una chichi.
   —¡Cabrona!
   Es mi papá el que está parado frente a la puerta abierta con su gorra de los Dodgers. Trae cara de sueño y los ojos bien rojos. Quién sabe si será por el viaje o porque está ebrio. La panza se me hace un nudo, necesito un cigarro urgentemente.
   —Métete al carro —ordena, sacudiendo la cabeza.
Verga. ¿Dónde está Frida? ¿Dónde está la Virgencita?
   —¿Ese quién es? —pregunta Mousy.
   —Mi papá.
   —Hijo de la chingada.
   En eso distingo que la Frida camina hacia el carro, donde está mi mamá, y se inclina sobre la ventana abierta. Mi mamá nomás se queda mirando, como si el coche estuviera en movimiento. Lo que quiero es que la Virgen venga y obligue a mi papá a besar la pistola como al vaquero. Me cae que lo que quisiera es que le metiera el cuete hasta sangrarle la boca, que le reventara dientes y labios. Pero no la veo por ningún lado. Esta vez no. Frida está ahí nomás junto al carro fumándose un cigarro. ¿A poco sigue enojada por lo del tatuaje de la Virgen?
   —¡Isabela! —grita mi papá.
   Es como aquella vez que intenté cubrirme las chichis con las manos en el baño para que no me agarrara. Camina directo hacia mí. Yo finjo ignorarlo y sigo trabajando en el tatuaje de Mousy. Escucho cómo se le corta la respiración cuando ve mis tatuajes.
   —¿Me oístes, cabrona? —dice, jalándome el pelo.
   Por poco y apuñalo a Mousy en el ojo. Ella se levanta como de rayo y corre hacia la bodega del fondo.
   De pronto, me descubro apuñalando la mano de mi papá con la aguja. Él me da una cachetada en la oreja y retrocede. Yo todavía tengo la aguja.
   —¡Rudolfo! ¡Por Dios!
   Es mi mamá, que está parada en la puerta con Frida y la Virgen.
   —Afuera —le ordena mi papá—. Métete al carro.
   —Isabela, es que tu papá te extraña —dice mi mamá, tallándose la cara enrojecida.
   —Lo único que extraña es poder agarrarme las chichis.
   La miro directo a los ojos. Parpadea como si no entendiera. Es peor que una niña chiquita. Peor que una bebé, igualita que mi papá. Comienza a decir algo sobre que tía me está obligando a quedarme acá, que su plan es volverme una puta para que todos se burlen de ella… Abre y cierra las manos mientras habla.
   —La única persona que me quiere de su puta es mi papá —digo, viéndolo fijamente.
   Él se queda boquiabierto.
   —Hija de la chingada —exclama, sacándose el cinturón.
   Entonces confirmo que está borracho. Esa faceta de macho cabrón nomás le sale cuando está pedo.
   —Como vas —le digo—. Estoy hasta la madre que me trates como tu puta personal.
   —Isabela, no digas eso —mi mamá llora.
   Mi papá viene por mí de nuevo. Pero esta vez agarro una de las veladoras grandes, una con la imagen de la Virgen, y se la reviento en la cabeza. Por todos lados quedan cachitos de vidrio y sangre. Siento que quiero vomitar y ahogarme al mismo tiempo. Mi papá nomás me mira como si no supiera quién soy. La cabeza le chorrea de sangre que cae el piso.
   —Tú ya no eres mi hija —dice.
   —¿Y eso qué?
   —No te atrevas a volver.
   —En mi pinche vida pienso volver.
   Me recuerda a la película de “Carrie”, con la sangre escurriéndole en el rostro. Mi mamá sigue llorando. No entiendo qué chingados está diciendo. Por si acaso, yo agarro otra veladora. Pero mis papás comienzan a caminar hacia la puerta, sin voltear a verme.
   Mousy se me acerca. Trae mi pistola. Me da risa, obviamente es demasiado tarde y ni siquiera la está agarrando bien. Pesa tanto, que no puede ni alzar el brazo. A lo mejor acá en Juárez no pasaban la de “Police Woman”. La meto entre sus pantalones y la cubro con su playera.
   —Me la guardas, vata —le digo—. Chance la necesito luego.
    Quiere que vaya con ella a la bodega del fondo, pero yo nomás quiero sentarme aquí en la silla de tatuado y ver a mis papás largarse. Espero, a ver si Frida y la Virgen regresan, aunque algo me dice que no las voy a ver en un buen rato. Pasados cinco minutos, por fin camino hacia la puerta y doy vuelta al letrero de “Abierto”.

*Del libro Chola Salvation, Arte Público Press, 2021
https://artepublicopress.com/product/chola-salvation-2/