Galo Ghigliotto

El arte de la combinatoria





De las materias que cursé cuando estudié Agronomía hubo muchas bastante áridas y aburridas. Otras, en cambio, eran alucinantes: botánica, fisiología vegetal, entomología, fisiopatología animal, edafología y, en especial, genética. La escritura vista en los códigos de los nucleótidos del ADN (A, G, C, T) y su organización en codones era un tremendo discurso capaz de componer a un ser vivo. Estoy convencido, desde entonces, de que todo puede preservarse o reproducirse a través de lo escrito. Incluso una coreografía, que pareciera imposible de registrar en forma escrita, se redacta a veces en el ADN; prueba de ello son los bailes de apareamiento que repiten en cada especie los machos que buscan a sus parejas sexuales. Creo, por lo tanto, que los preceptos de la genética aplican también para la cultura, y, en consecuencia, a los estudios culturales.
    Hablando de apareamiento, fue en ese curso donde aprendimos sobre la variabilidad genética, esa característica que nos hace buscar parejas diferentes a nosotros para que puedan aportar genes diversos y mezclarnos. Porque en un proceso como el genético, donde la combinatoria es la norma, la mezcla es lo más deseable.
    Recuerdo un estudio con dos variedades de mosca de la fruta, en el que se evaluaba la capacidad de apareamiento de los machos en sus respectivas colonias. Primero se midió a los machos de la variedad de Arizona dentro de su grupo, mientras se medía la de los machos de California en su propio grupo. Pero, al insertar machos de Arizona en una colonia de California, y viceversa, estos eran los que más apareamientos obtenían, en relación con los otros y con ellos mismos en sus propias colonias. La explicación: sus feromonas diferentes atraían más a las hembras; eso se llamaba la “ventaja de la pareja rara”.
    Recuerdo haber leído, pero no dónde, sobre la recepción de los incas a las huestes de Pizarro. Los sombreros de ala ancha españoles deslumbraban a los incas y eran los preferidos a la hora de hacer trueques. En el texto se mencionaba de qué manera, después, los indígenas iban por las calles pavoneándose con sus sombreros y compitiendo entre ellos por quién tenía los mejores.
    Siglos más tarde, a principios del XX, se popularizaron entre las mujeres bolivianas los sombreros borsalinos, que pasaron a ser un artículo característico de las cholas. Cuenta la leyenda que un importador italiano trajo una partida a La Paz, pero las tallas resultaron muy pequeñas para los hombres, así que a través de una campaña en la que promocionó los sombreros como la última moda para señoritas en Europa, las mujeres se volcaron a comprarlos en masa; alguien, además, habría echado a correr el rumor de que su uso prevenía la infertilidad. Hoy, cien años después, sigue siendo una prenda común en un importante grupo de bolivianas.
    Llega un punto, entonces, en que los elementos de diversas culturas, al igual que los genes de diferentes poblaciones, se encuentran y generan un nuevo individuo, diferente, incluso, a sus antecesores. Un amigo me preguntó hace poco: ¿Te das cuenta de que el pisco sour chileno cambió para siempre una vez que empezamos a hacerlo con limón de pica o sutil, es decir, desde que llegaron los peruanos? Y tiene razón; en la variabilidad genética del pisco sour se impuso el de mayor aceptación. Pero ¿quién elige?
    Antes de entrar a la universidad, cuando era creyente, traté de convertir a un amigo ateo diciéndole que tenía la prueba irrefutable de la existencia de Dios: la sámara, esa semilla que baja del árbol girando como helicóptero. Alguien tiene que haberla diseñado, dije. Él me rebatió diciendo que eso era producto de la evolución, del ensayo y error de la existencia. No pude ante su argumento. Hace poco conocí las semillas de los manglares: propágulos, se llaman, y tienen el tamaño de una vela; se dejan caer del árbol, flotan durante varias semanas y luego, una vez que han absorbido suficiente agua, el peso les permite mantenerse erguidos y comenzar a echar raíces.
    Intento de moraleja hasta ahora: solo lo que funciona, es decir, que se hace deseable, sobrevive.
     Y lo que se hace deseable siempre proviene de la mezcla. Como el tango: nacido de una combinación criolla, afro y europea, se convirtió en un rasgo distintivo rioplatense. Como tantas otras cosas en la cultura.
    Encontramos en los Caligramas de Mallarmé un logrado intento de mezclar imagen y poesía, en el que las letras son las que dibujan y dicen al mismo tiempo. Burroughs, a la manera de un DJ, mezcló textos en El almuerzo desnudo hasta componer un collage. La littérature définitionnelle del Oulipo reemplaza palabras por definiciones de diccionario. Sebald relata, escribe ensayo y muestra fotografías sin estricta relación con lo dicho en sus libros. Pero todo lo anterior parece experimentalismo escolar cuando se logra explorar una combinatoria menos confusa y de mayor variabilidad al cruzar los géneros, con total libertad. Así que empezamos a encontrar novelas en las que hay cuento y/o ensayo y/o poesía y/o dramaturgia y/o fotografía y/o autobiografía y/o de todo. Juan Luis Martínez escribió un libro de poesía que decidió titular La nueva novela y en él adjunta, además de dibujos, una bolsita con un anzuelo o una página transparente; Diamela Eltit transcribe como propia la voz de un vagabundo para El padre mío, o bien, en Puño y letra, incluye las transcripciones literales del juicio al acusado por el asesinato de Carlos Prats; María Sonia Cristoff escribe ensayo, cuento, etcétera, en Mal de época. Todo al mismo tiempo, todo convive.
   La llamada, el libro más reciente de Leila Guerriero, se acompaña de un blurb de Patricio Pron: “el buen periodismo y la buena literatura son una y la misma cosa (…) Guerriero sabe escribir esa cosa (se llame como se la quiera llamar)”. ¿Cuajará “esa cosa”, este afán mezclador en algo, así como lo hizo el tango en el Río de la Plata o el pisco sour en Chile? Quizás. No lo sé. Pero cumple, en su variabilidad, con volverse deseable, al menos para algunos, como yo.