Daniela Tarazona

Perder el miedo





Me sucede casi siempre. Me preparo con anticipación, estudio el tema, hago notas y archivos, apunto pensamientos e ideas derivadas. Estudio. Digo que sí: que puedo participar en la presentación o la charla o el coloquio. Acepto con entusiasmo. Pero cuando estoy cerca de la hora en la que ocurrirá viene hacia mí el pánico. Parece otra yo, pero con mayor fuerza que yo. Tiene un semblante terrorífico. Me estira los párpados, me babea la espalda, me suprime la calma hasta llevarme de bruces a la silla en la que debo sentarme. No sé de dónde viene esa yo. Alcanzo a ver, con los ojos semi cerrados en estado de meditación, que esa yo viene siendo niña espantada desde tiempos inmemoriales.
    Leí La mujer temblorosa, de Siri Hustvedt. Tuve la oportunidad de hablar con ella a través de una pantalla. La entrevisté en español. Mientras traducían mis preguntas, yo encontraba alivio en esbozar una sonrisa. Los nervios se apaciguan si uno enseña los dientes. En ese libro ella narra sus temblores. Habla del miedo. 
    Lo que me parece extraño es que cualquier persona pueda sentir miedo y, sin embargo, sea tan mal visto en la sociedad. El nerviosismo peor. Más aún en esta época de locos que busca con saña que los escritores nos convirtamos en los loros de las palabras. Yo trato de escapar, pero me contradigo. Trato de no estar, pero asisto. Y es, cuando tengo a las personas del público al frente, que me viene el deseo profundo de esfumarme. Sería una maga estupenda si consiguiera desaparecer allí. Algunas veces lo he conseguido: hace quién sabe cuántos años, mientras participaba en una mesa con tres escritores serios y seguros de sí mismos y, al notar que no me dejaban hablar o que, peor, hacían como si yo no estuviera allí, decidí tomar el micrófono para decir: “Yo no voy a participar más en esta mesa”. Y me quedé callada hasta que terminó. El silencio era delicioso. Y el organizador, con gesto de sorpresa y reprobación, me dijo, cuando bajé los escaloncitos: “¡Pero, a ti qué te pasa!”. Le respondí: “Así soy yo”. 
    Soy una mujer que tiene miedo de hablar en público. Casi nunca me siento lista para hacerlo. Casi nunca.
    Estoy en el curso del segundo año de la carrera de actuación en la sede española de la escuela argentina Timbre 4. Allí el miedo es menor. Me lanzo a las improvisaciones con temblores controlables y comunes. Me adentro en los personajes y juego que soy otros. Es un alivio descomunal.
    Recuerdo que hace años leí un cuento en el marco de las jornadas por los 80 años de Carlos Fuentes. El cuento era sobre la escritura y la caza. El escritor cazador que busca la palabra como si se tratara de la carne del animal que va a comerse. Algo así. Y recuerdo que el cuento tenía la imagen de un escritor con la piel del animal sobre la espalda. Quizá por esa piel es que ser escritora es tan inquietante. La que llevo en la espalda: ¿es de un animal feroz? ¿De uno enorme?
    Y recuerdo que, en aquella lectura, bajo la mesa con mantel púrpura, me temblaban las piernas como dos bichos en convulsión.
    Recién releí el Informe sobre ectoplasma animal, del escritor argentino Roque Larraquy. Y comprendí que los espectros animales apuntan a otros sitios. Tal vez hay ectoplasmas animales que nos interrumpen los espacios o que nos propician el miedo, aunque no los veamos. La próxima vez que hable en público voy a procurar distinguir su fulgor, en medio de las respiraciones, a ver si es como lo pinta mi imaginación asustada. Y voy a sonreírle con dedicación para que note mis dientes incisivos y compruebe que yo también soy un animal.
    “¡Cómo te temblaban las manos en aquella charla!” Me dijo una amiga. “Tengo pánico”, le respondí. “A veces no me pasa, pero no sé, bien a bien, de qué depende”, le confesé.
    Ya sería tiempo de perder el miedo, pienso. No se me pierden las cosas, pero quizá puedo conseguir que el miedo se extravíe.
    Ahora, mejor que escribir, sería salir con discreción por la puerta del fondo a cazar algún animal para usar su carne en un caldo increíble. Ya vería yo si me taparía la espalda con su piel. No lo creo.