Juan Cárdenas

Zibaldone tropical

Fragmentos de un cuaderno de notas



En literatura hay que estar atento a las acechanzas de lo que se convierte por consenso general en signo de “buen gusto”. Detectar el “buen gusto” es tan importante como detectar la cursilería, lo rimbombante, la demagogia o el kitsch reaccionario. El "buen gusto" -que suele ir aparejado de una cierta idea de diseño- es uno de los peores enemigos de la literatura precisamente porque el lector incauto confunde sus muecas exteriores con gestos novedosos. Una manera de detectar el "buen gusto" consiste en evaluar si los procedimientos de una literatura han decaído en fórmulas. Y esto es así porque la literatura generalmente opera al revés, o sea, la literatura recicla las fórmulas, los lugares comunes, los clichés, los guiños de la ideología y con esa basura te fabrica un procedimiento. 
Casi ningún reseñador actual se ocupa de distinguir fórmulas de procedimientos y las notas sobre libros se ajustan hoy a una retórica inventada por el habla millennial: descripciones impresionistas salpicadas de alusiones vagas y referencias misceláneas, seguidas casi siempre de elogios exorbitantes e hipérboles -negativas o positivas, da igual-. El amor o el odio superlativos como obstáculo para percibir la forma. La neolengua millennial del blurb como sucedáneo, ya no solo del pensamiento, sino de la simple y llana percepción, del necesario cuerpo a cuerpo entre lector y texto.
Pero, ¿quién podría quejarse en el actual régimen de éxito relativo del que disfrutamos las escritoras de todos los géneros y pelambres? ¿Quién querría siquiera mostrar algo de disgusto si a todas nos va más o menos bien? 
Todas tenemos una pandillita de fans y otra de haters. Larga vida al “mercado” como única fuente de legitimación. 

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Imaginar el momento en que la narración se independiza de sus funciones dentro de la tribu -la cinegética, la enseñanza moral, la parábola religiosa o la alegoría política- y se convierte en una especie de placer autónomo, sin otra función que divertir al público. Aparece entonces el narrador, que empieza a dar más importancia a la innovación formal, esto es, a la necesidad de producir dos cosas en un mismo movimiento: reconocimiento y variación; familiaridad y golpe de extrañeza; fábula y trama, para usar la distinción de Shklovski. El narrador sabe que no basta con contar la historia, con suministrar un contenido, pues, más allá de las calidades intrínsecas del cuento, cabe la posibilidad de que en el público haya alguien que ya conozca el argumento. El mejor narrador es el que se anticipa a esa posibilidad y empieza a trabajar en una forma que, si no existe, al menos postula a ese público potencial que ya ha escuchado el cuento que se dispone a contar. Por eso el narrador sabe que contar es siempre volver a contar y su arte va dirigido a un público que ya conoce todos los cuentos. Da igual si el público en efecto los conoce o no. 
Escribir con la conciencia de que todo lo que queremos contar ya ha sido contado y, pese a ello, mantener la máxima de provocar una conmoción sensorial duradera en quien nos escucha. Como quien toca una campana, la historia que contamos debe quedar resonando en el cuerpo del otro. Mientras dure, la vibración se contagiará a otros cuerpos. Una vez cesa, viene la etapa del olvido y el silencio que abre la posibilidad de reiniciar el ciclo. 
(volver a) contar--conmoción en el otro--contagio a un tercero--últimos estertores de la vibración--olvido--silencio--(volver a) contar... 
El público potencial que conoce todas las historias es, por otro lado, una fantasía escatológica. El peligro de ponerse a hablar con dios o con la eternidad está siempre ahí.

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Cuando Shklovski habla de “oscurecimiento de la forma” y “aumento de la dificultad” como características de los procedimientos del arte no se refiere a escribir deliberadamente de manera hermética, rebuscada o abstrusa. Quizá todos los vanguardismos decadentes y lánguidos provienen de esa confusión.       

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El absurdo prestigio de ciertas escrituras que “no se entienden”. En una época donde todo parece condenado a la hiper-legibilidad, donde los textos se vuelven casi innecesarios gracias a la pre-digestión obrada por la mercadotecnia, algunos incautos encuentran refugio en la vieja fórmula del hermetismo y la ilegibilidad. Lo ilegible, entendido en esa clave reactiva, adquiere una consistencia igualmente hiper-legible. Les traigo malas noticias: todo es legible. Lo que importa es el régimen de lectura, no la posibilidad de cancelación o trascendencia en un más allá de la legibilidad, que a fin de cuentas es la secreta aspiración religiosa de los laicos.    
Lo ilegible es un fetiche francés (el país de gente que se cree a salvo del fuego de la religión). Todo se ofrece a la lectura. A los ojos de los seres humanos cualquier cosa de la naturaleza tiende a parecerse a una escritura. Somos animales condenados a leer.  

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“El Arte no tiene nada que ver con el artista”, le escribe Flaubert a Colet el 26 de julio de 1852 para decir que el artista nunca está a la altura de la obra. La obra siempre excede sus capacidades.
Será por eso que Gombrowicz escribe en su diario, medio en broma medio en serio, que para él es más fácil hacer algo genial que hacer algo bueno. 
Para hacer algo bueno solo hay que aplicar unas capacidades. Para hacer algo genial hay que entregarse a las energías de la obra, sucumbir a ellas. Saberse siempre inferior a la obra. 

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“...la herencia en el cambio de las escuelas literarias no se transmite de padres a hijos, sino de tíos a sobrinos”, escribe Shklovski. 
La cita me hace pensar en la importancia que dan algunas sociedades amazónicas y las comunidades negras del Pacífico colombiano a la figura de los tíos. Y más específicamente de los tíos maternos, a quienes se suele encargar labores de cuidado, crianza y educación de los sobrinos. 

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En literatura las ideas, siempre y cuando encuentren la forma, están cargadas de sentimientos. En cambio, los sentimientos solo encuentran su forma si se convierten en ideas. 
Las ideas no se venden bien. En cambio, los sentimientos, o como se dice hoy, los afectos, han demostrado ser tremendamente rentables. 
Resuelva cada cuál la ecuación.